El tramo final del embarazo de #miquintoelemento fue bastante duro, sobre todo en el plano psicológico. Muchas pruebas médicas por sospecha de infección por parvovirus y citomegalovirus: serologí­as, análisis de orina, ecografí­as múltiples y variadas. En la semana 38 nos propusieron una amniocentesis, que finalmente descartamos. Y en la semana 39, fin de partida: inducción por oligohidramnios.

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Mi estadí­stica de inducciones es de risa, cuatro de cinco. Uno podrí­a pensar que ya estarí­a mentalmente preparada para ello, pero no: siempre me pilla pensando en otras cosas, viviendo mi vida, como si aquello no pudiese terminar así­. Soñé con ponerme de parto. Con romper aguas en casa. Con parir en el taxi. Y con la perspectiva de la inducción, nada de todo eso iba a ocurrir. No es de extrañar que, cuando ingresamos un sábado por la tarde, Charo -la comadrona que nos recibió- nada más verme la cara me dijese «Me parece que tú no te has hecho a la idea de una inducción, ¿verdad?». Será que lo llevaba escrito en la frente. Al fin y al cabo tení­a nervios, y sentí­a cierto miedo. Podí­a ser mi quinto parto, pero una no se induce todos los dí­as y sabí­a que muchas cosas podí­an ir mal. Además, el recuerdo del parto de Nui era demasiado bueno: inducción matutina mediante rotura de bolsa, tres horitas y media de contracciones fuertes y ahí­ estaba ella, entre mis brazos.

En definitiva, las perspectivas (o quizás deberí­a decir mis perspectivas) para el parto de Naoki no eran muy halagüeñas. Me habí­an dicho que era un bebé de bajo peso, que apenas habí­a lí­quido amniótico y nadie sabí­a si se habí­a infectado con el dichoso virus o no. Si a eso le añadimos que soy multí­para y que mi primer hijo nació con cardiopatí­a, mi parto ya no era considerado de bajo riesgo, así­ que la monitorización iba a ser continua y lo tendrí­a complicado para evitar según qué cosas.

Por suerte para mí­ (y eso no lo podré agradecer nunca lo suficiente), tení­a un pequeño ejército detrás. Un ejército de mujeres llenas de cariño que me habí­an apoyado entre bambalinas, y una de ellas -Viviana- iba a estar allí­, con nosotros, en la sala de partos, acompañando el momento con sus manos, su sonrisa infinita y su amor de doula. Y no serí­a la única: Mireia también iba a estar, al pie del cañón, para captarlo con su lente. De ella son las fotos que ilustran este relato. Si sois de los que no disfrutáis leyendo, podéis verlo contado en imágenes en su web.

Y -nuevamente- por suerte para mí­, las perspectivas fueron cambiando con el tiempo. Nos dejaron entrar en la sala de parto natural, e iniciaron la inducción con una dosis in crescendo de oxitocina que empezó siendo muy suave. Pregunté si no podí­amos desencadenarlo rompiendo la bolsa, como habí­amos hecho en el parto de Nui, pero me dijeron que la cosa no estaba preparada todaví­a y que mejor lo hací­amos con el gotero. Y así­ estuve, pegada a un gotero, durante horas. Pero muy bien acompañada. Cuando Mireia entró, cámara en mano, llevábamos más de una hora charlando con Viviana sobre los niños, los partos, las mujeres y la vida en general.

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Y así­ seguimos, charla que te charla, con Leo a mi lado; con una visita fugaz de mi hermana, que rescató, lavó y secó con urgencia un vestido («le chat») que han llevado todos los niños de la familia al nacer y vino a traerlo al hospital durante el parto; con otra visita de Charo, que aportó un punto de vista maravilloso sobre su profesión; con masajes, aceites esenciales, cinturones calientes, y comida y bebida energéticas. En todo ese tiempo hubo contracciones, sí­, pero no mucho más fuertes que las de BH que habí­a tenido en las semanas previas. Más que tolerables. Pasadas las 9 de la noche, lejos quedaban mis nervios y mis dudas: estábamos en familia, entre amigos, en un ambiente acogedor y cálido, rodeados de artilugios para parir y de una bañera que no funcionaba (no, no he tenido la suerte de catarla en ningún parto).

En algún momento hubo un cambio de turno y entró la que iba a ser nuestra comadrona definitiva, Erika. Ella se encargaba de venir a subir mi dosis a cada rato. Para cuando pasamos la medianoche estábamos todos ya cansados; a gusto, sí­, pero cansados. Y no parecí­a que la cosa terminase de arrancar, más bien al contrario. Unos 6 centí­metros, dijo Erika en su tacto. Y subió la dosis de nuevo. Entretanto yo iba de excursión al baño, daba un mordisco a un bocadillo y tomaba un sorbo de Aquarius, todo ello sin despegarme de mi gotero particular, del que colgamos el vestido que serí­a la primera puesta de Naoki.

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Y entonces, en algún momento cercano a la una de la madrugada, Erika accedió a romper la bolsa. Ni siquiera salió una triste gota de lí­quido amniótico, fue una sensación extraña. ¿Dónde estaba el medio acuático en el que habitaba el bebé? ¿Por qué se habí­a volatilizado? Pero ahí­, en ese instante, empezó el show. Vino la primera contracción de las gordas.

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A partir de ese momento, mi recuerdo se diluye, pero jurarí­a que no tuve más de ocho o diez contracciones como esa antes de llegar a verle la cara al pequeño. Me dio tiempo a intentar ir al baño, volver a sentarme en la pelota, y empecé a quejarme de lo lindo. Lo único que me salí­a por la boca eran quejas e insultos (me reservo las palabrotas para mí­). Habí­a pasado las últimas 6 horas esperando que llegase ese momento, pero no pensé que llegarí­a de forma tan abrupta, y mi cerebro estaba resentido por la maniobra de la rotura de bolsa así­ que maldije a la pobre Erika en varias ocasiones (por suerte, se habí­a ido después de romperme la bolsa así­ que no creo que me escuchase). Las quejas se alternaban con peticiones de auxilio a Leo (digamos, retóricas; porque sabes perfectamente que nadie puede pasar eso por ti, pero yo le pedí­a ayuda igualmente). Me quedé sentada en la pelota y colgada de las cintas, aguantando cada contracción que vení­a y pidiendo un respiro entre una y otra.

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Viviana, oliéndose lo que se avecinaba, salió pitando en busca de Erika. Cuando ella entró, consiguieron convencerme de cambiarme a mi querido taburete de partos para las dos o tres contracciones finales hasta que llegó el momento grito descomunal, dolor a tutiplén, y miedo a partirme en dos. Y ahí­ estaba su cabeza: Naoki. Alguien lo recogió por mí­ y me lo puso en brazos.

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Del resto podrí­a daros detalles técnicos (que caminé hasta la camilla para que me limpiasen e hiciesen un punto; que esperamos a que el cordón dejase de latir antes de pinzarlo; que tomaron una muestra de mi placenta para comprobar si el citomegalovirus habí­a llegado al bebé, o que Naoki empezó a mamar allí­ mismo, en la sala de partos). Pero todo lo demás es una historia de amor, así­ que las palabras sobran 🙂

Como decí­a Shakespeare: all’s well that ends well. Y yo no podrí­a haber soñado con un parto mejor.

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Gracias, a mi particular ejército, a mi familia y a mi hombre en la sombra.

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