Se podrí­a decir que no tuve mucha suerte con el padre que me tocó y, seguramente, parte de las rebabas y asperezas de mi carácter se deben a él (o, mejor dicho, a su ausencia). Pero esa es otra historia. Siempre he pensado que el tí­tulo de padre (y de madre) no te lo dan por el mero hecho de haber engendrado una vida. A la familia no la eliges, pero sí­ puedes cuidarla más o menos.

Estos dí­as, y con la locura por la Guerra de las Galaxias (así­ la llamaban en mi época, me siento un poco del Pleistoceno; ¿os acordáis de que se pronunciaba iedi y no iedai?), Nui se dedica a soltarle a su padre:

— ¡Yo zoy tu hija! ¡Muahahaha! —a lo que él le responde:
— ¡Nui, yo soy tu padre!

Y yo no puedo evitar pensar en el fantástico blog «Un papá como Darth Vader» y su post sobre el hecho de que los papás son como Ringo Starr.

Yosoytupadre

Vale que cuando una se queda preñada, pasa a ser de algún modo la «prota». Nos inflamos cual globo, y en el proceso todo el mundo nos pregunta cómo estamos, cómo lo llevamos, cómo lo lleva el futuro hermano mayor… pero del padre asumimos que poco tendrá que contar. Durante el tí­pico parto «de pelí­cula», parece que la gran misión del padre sea dar la mano a una mujer asustada y temblorosa mientras los profesionales hacen su trabajo. Y cuando nace el bebé, el protagonista absoluto pasa a ser él. Él y sus horarios; él y sus cacas; él y su temperatura corporal (tiene frí­o, tiene calor, tápalo, destápalo).

Cuando llegan parejas de papás primerizos a mi estudio para su sesión de fotos, veo a los padres con cara de gran ilusión, pero casi siempre en un (discreto) segundo plano. Están contentos y extasiados de haber tenido un bebé, pero quien asume los brazos, la alimentación, los cambios de ropa y demás detalles asociados al quehacer diario es, por lo general, la madre. Sinceramente, no sé cómo se sienten todos estos hombres, pero intuyo que no serí­a extraño que tengan cierta sensación de «¿Y yo dónde encajo en todo esto?».

Permitidme que os diga un secreto: sois la raí­z del árbol. Sois el pilar que sostiene todo lo demás en pie. Otros lo llamarán Ringo Starr, pero la verdad es que, sin vosotros, esto se irí­a al garete. Desde mi humilde punto de vista, el papel del padre no se limita a sostener la mano de la parturienta temblorosa; no se limita a cambiar algún pañal o dar algún biberón, o sacar al bebé de paseo mientras espera a que sea lo suficientemente mayor como para jugar a la pelota (cuánto topicazo junto, ¿eh?).

El padre es el que puede darnos calor, besos, abrazos y ayudarnos a liberar toda la oxitocina que requiere un parto respetado. Es el muro de contención ante las visitas durante el puerperio. Es el fan incondicional que nos dice que estamos guapas aunque las ojeras nos lleguen a los pies y llevemos doble compresa de algodón en unas bragas desechables; es el que puede apoyarnos en los momentos de flojera máxima. Creedme: el puerperio es una especie de bajada a los infiernos, un sí­ndrome premenstrual elevado al cubo, que se merece un post aparte. Y en ese momento, padres, sois el eslabón que hace que todo siga rodando. Porque es entonces cuando nos asaltan todos los miedos, todas las dudas sobre detalles absurdos (¿deberí­a comprarme una pezonera o no? ¿es normal que le estén saliendo unos granitos en el cuello al bebé? ¿por qué tengo las tetas tan duras y calientes, estaré pillando una mastitis? Yo tení­a claro que querí­a lo mejor para mi hijo, pero ¿tendrá razón mi madre al decirme que lo estoy malacostumbrando si lo cojo en brazos?).

Y no, no me refiero solo dar unos golpecitos en la espalda en plan «Cariño, tú puedes, lo haces muy bien» sumados al trillado periplo de visita al Registro Civil + visita al INSS + visita al CAP. Hay mil detalles que pueden hacernos la vida más fácil y que son tan y tan necesarios en esos primeros dí­as: podéis pasar el aspirador. Preparar una comida rica y dejar la nevera llena de tuppers. Cambiar las sábanas, poner la lavadora. Aseguraros de que las visitas se larguen a una hora decente (¡o que no vengan!). Buscar el teléfono de un grupo de apoyo a la lactancia. Ofrecer el calor de vuestro pecho al bebé durante un rato para que la madre tenga un descanso. Ofrecer vuestro hombro para que la madre pueda desahogarse si lo necesita. Y seguir ofreciendo barra libre de besos y abrazos las 24 horas.

En este paí­s, muchos solo tenéis 13 dí­as de baja paternal. Claramente insuficientes y ridí­culos, pero ya que de momento no podemos cambiarlo… exprimidlos al 100 %. Con el tiempo, poco a poco, todo vuelve a su cauce: la situación se normaliza, las mujeres volvemos a estar en plenas facultades y los bebés empiezan a sonreí­r, y entonces se nos empieza a caer la baba colectivamente a todos. Sin embargo, hay muchí­simas otras cosas que hacen que los padres se merezcan un monumento antes de que llegue la manida edad de las pelotas (o las consolas, a saber).

Siempre he estado encantada, orgullosa y babosa con el padre de mis hijos, y ahora que me veo algo mermada en mis capacidades, más aún. Porque nadie sabe ir al súper como él. Porque nadie prepara los bocadillos de la merienda como él. Porque nadie atiende a un lesionado como él. Porque nadie se pone a hacer ritmos musicales a media cena como él. Porque nadie les corta la sandí­a en «escaleritas» ni el melón en forma de luna con ojos y boca como él. Porque nadie sabe levantarse mejor que él a medianoche para darle un vaso de agua (o tres, o cinco, o diez) al llorica de turno. Porque nadie hace mejores macarronadas de domingo (a pesar de que los «macarrons del avi» tengan más fama entre los niños). Porque nadie se pasea con cuatro hijos en la chepa por media Barcelona como él. En definitiva, porque si él no me hiciera el café por la mañana (últimamente, el té), yo no desayunarí­a.

Llámalo Ringo Starr, si quieres, pero es im-pres-cin-di-ble. Mi quinto elemento va a ser un suertudo.
¡Feliz dí­a a todos vosotros, Padrazos!

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