El embarazo es una carrera de fondo. Durante los primeros kilómetros el cuerpo te dice basta; no estás acostumbrada a correr maratones por las buenas, y lo único que te apetece es echarte un rato a dormir. Pero has salido a por todas: eufórica, contenta y estupenda. Así­ que, superado ese momento inicial de debilidad, sigues adelante, vas tomando ritmo y te sientes radiante, llena de energí­a, y emocionada por lo que está por venir. Paulatinamente, a medida que te acercas al final, llega un momento en el que darí­as marcha atrás – pero tienes a un ejército de personas animándote, dando palmas, diciéndote que ya casi estás, venga: un último esfuerzo.

Y cruzas la lí­nea de meta entre ví­tores, confeti de colores y una lluvia de champán.

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El puerperio es lo que viene después de la carrera. La vuelta a casa, cargada con un maillot amarillo y un trofeo gigantesco. El puerperio es darte cuenta de que, por el camino, las deportivas se han quedado sin suela, tienes el cuerpo magullado, el maillot no te cabe y necesitas una buena dosis de spa con barra libre de Aquarius y salón de belleza. El puerperio es llegar a casa y ver todo lo que tení­as preparado para exhibir el trofeo – esa vitrina a medida; esa gamuza para sacarle brillo; ese bote de Netol – y entender, de repente, que el trofeo tiene vida y te requiere, te necesita las veinticuatro horas. No hay masajistas, ni una ducha revitalizante, ni salón de belleza, ni spa. Ahora es cuando sabes que, para mantener el trofeo en condiciones, deberás pulirlo continuamente, sin importar las magulladuras de tu cuerpo. Y en segundo plano escuchas las voces de otras corredoras de fondo, que te cuentan las vitrinas en las que metieron sus trofeos, los productos que ellas usaban para abrillantarlos y te aseguran que, si lo paseas continuamente en brazos, se acostumbrará.

El puerperio es dudar de todas y cada una de las acciones que harí­as a lo largo del dí­a. Es mirarte de cintura hacia abajo y preguntarte si aquello sigues siendo tú. Es sentirse indefensa, pequeña, vulnerable y perdida.

Y la experiencia, aunque es un grado, no ayuda mucho. Sí­, con el tiempo aprendes a desoí­r los comentarios desafortunados y a reí­rte de los desagradables, y a confiar un poco más en ti misma. También aprendes a no mirarte demasiado al espejo, y te adelantas a las molestias fí­sicas para tomártelas con mejor humor (puntos de sutura, pezones sensibles y mis amigas, las hemorroides). De todos modos, mi mayor debilidad siempre ha sido los dí­as que me tocaba pasar en el hospital. Me sentí­a encerrada y aislada, y la mente solo me pedí­a salir de allí­ a toda costa. No solo para poder dormir sin interrupciones (ahora tómate un calmante; te vengo a tomar la temperatura; vengo a pinchar al niño, etc.) sino para tener la certeza de que, fuera de esa burbuja y esa cama articulada, la vida sigue. Esta vez pude solicitar un alta algo más precoz que en los partos anteriores, y me he sentido arropada y querida como nunca por familia y amigos.

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Pero siempre hay algún detalle, alguna tonterí­a, algún gesto al que normalmente no darí­as mayor importancia… que te tienta a verter alguna lágrima. Naoki es mi quinto – y último – elemento, y ser consciente de ello es terriblemente triste y maravillosamente fantástico a la vez.

No hay GPS, ni instrucciones de uso para los primeros dí­as y semanas. Solo estás tú, tu bebé y tu instinto. Cerrar los ojos y dejarte llevar, y seguir caminando en la oscuridad. Poco a poco, la luz lo irá invadiendo todo.

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