Estos dí­as me veo quejumbrosa. O quizás siempre he sido así­, pero con la edad se ha acentuado. Me quejo de tantas cosas: de las cursilerí­as, de las ñoñeces; de que no me gusta el rosa ni los pendientes en las niñas; de que me cansan las tipografí­as «molonas», los mensajes motivadores para el lunes (¿estáis todos locos?? ¿acaso no sabéis que el lunes es el MEJOR dí­a de la semana, en el que la casa queda por unas pocas horas en silencio, y yo soy yo, sin archivos adjuntos?). Me quejo de lo dulce que es todo; me quejo de esas imágenes virtuales que proyectamos las nuevas mujeres 2.0: las supermadres diseño-coso-cocino-fotografí­o-y-no-duermo-pero-estoy-divina-de-la-muerte.

Cuando lo pienso, me recorre un sudor frí­o por la espalda porque temo que quizás lo que siento es envidia. Quizás siento envidia porque yo no sé coserle cositas bonitas a mis hijos. Por no saber, tampoco sé tejer: ni crochet, ni punto; ni granny squares ni amigurumis. Siento envidia porque no soy capaz de preparar una libreta personalizada con scrapbooking para que me escriban sus mensajes de amor para mamá (me los escriben igual, pero en una montaña de post-it comprados en los chinos, que lo mismo sirven para anotar la compra del súper). Tampoco tengo ideas originales para preparar sus fiestas de cumpleaños, con pasteles y galletas forradas de fondant de colores. ¿Preparar? ¿¿Fiestas?? ¿¿¿De cumpleaños??? Serí­a incapaz de dar con una decoración adecuada a tal efecto, con una gama de colores a tono, hecha aprovechando objetos cotidianos o materiales de reciclaje. Además, las tijeras y la cinta adhesiva son propiedad de ellos, de los tres pequeños. Ellos son los que recortan, los que pegan y dibujan. Yo me limito a intentar hacer un hueco para sus prolí­ficas creaciones en el frontal de la nevera, entre los libros de la estanterí­a, encima de mi mesa de trabajo o dentro de los armarios. Y, cuando no me miran, hago limpieza del superávit.

Siento envidia porque tampoco tengo esos momentos de intimidad platónica al contarles un cuento cuando se meten en la cama (el que lee los cuentos es el mayor, a los otros dos). Siento envidia porque muchos dí­as estoy cansada, cansadí­sima, y no sé de dónde sacarán estas madres 2.0 las fuerzas para sonreí­r y achuchar a sus churumbeles y disfrutar hasta el último minuto de la jornada. Cuando yo estoy cansada, lo estoy con mayúsculas. Cansada de que se me cierran los ojos en el sofá, aunque tenga al mayor a mi lado dando brincos, al mediano derrumbando una torre de piezas de madera en el pasillo y al pequeño clasificando por el suelo del comedor su particular colección de piedrecillas y tornillos recogidos de la calle.

Ante el continuo desfile en mi pantalla portátil de supermadres que lo dan todo y más, de mujeres que ponen all the flesh in the roaster, me pregunto: ¿qué hago yo? ¿qué doy yo? ¿qué me queda? Si tengo un superpoder, no creo que sea el de dormir a los bebés recién nacidos.

Últimamente le doy vueltas a mi estilo fotográfico, a cómo es. Me cuesta definirlo, pero suelo decir que es minimalista. Sintético. A veces, incluso espartano. Y empiezo a creer que es mi forma de poner orden en el caos; mi oasis de serenidad en pleno tsunami. No coso, ni tejo, ni cocino, ni decoro. Pero con suerte, mientras el mayor da brincos cual simio en el sofá, el mediano derrumba una torre de piezas de madera y el pequeño esparce piedras por el suelo, al tiempo que la niña emite gemiditos de alegrí­a desde su tumbona; con suerte, decí­a, veo cosas. Sencillas, minimalistas, espartanas. Y allá que me voy.

superpoderes-niño

 

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